sábado, 23 de abril de 2016

Sigue la manipulación sobre el asesinato de Balmes


Moisés Domínguez ha presentado un libro en la capital española donde dice que desmonta el libro de Ángel Viñas sobre el asesinato del general Amado Balmes. Con este motivo la FNFF ha compartido un artículo de la Agencia EFE donde le dan cuerda al libro de Moisés Domínguez ("El historiador Moisés Domínguez desmiente que Franco ordenase matar al general Balmes"). Se trata de una noticia  que en su día apareció en toda la prensa conservadora (ABC y diarios por el estilo que tanto han defendido la memoria del dictador).

También en su día el profesor Roberto Muñoz Bolaños desmontó muy eficazmente las principales tesis de Moisés Domínguez por las que decía desmontar el libro de Viñas. Moisés afirmaba que no hubo tal asesinato y Viñas afirmaba todo lo contrario. Que la prensa conservadora y la misma FNFF ignoren la crítica del prof. Bolaños no hace que ésta pierda ni un ápice de valor sino más bien al contrario. Hace mucha "pupa".

También los lectores e investigadores filofranquistas desconocen que después del verano Ángel Viñas retomará el asunto "Balmes". Este comentario es muy clarificativo:
Muchas gracias. En respuesta a su pregunta me agrada informarle de que, en cuanto termine el libro que tengo entre manos y cuya salida está prevista para septiembre de 2016, volveré a ocuparme del “caso Balmes”. No puedo, aunque quisiera, abordarlo ahora porque es imperativo que se publique el libro en cuestión. Se trata de la continuación de LA OTRA CARA DEL CAUDILLO. A mí me ha sorprendido lo que he ido descubriendo tras compulsar unos 12.000 documentos así que supongo que a los lectores (y a los historiadores pro-franquistas) les pasará lo mismo. Cordiales saludos

Creo conveniente que volvamos a leer la extensa y acertada crítica del prof. Bolaños.



EL GENERAL BALMES… ¡NO ENCONTRADO!
Por Roberto Muñoz Bolaños . 26 octubre, 2015 en Siglos XIX y XX

Esta es una crítica de la obra En busca del general Balmes, de Moisés Domínguez Núñez.

Roberto Muñoz Bolaños
En el año 2011, el veterano historiador Ángel Viñas publicó una obra bajo el título La conspiración del general Franco y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada (Crítica), donde exponía la tesis de que el general de brigada de Infantería Amado Balmes Alonso, gobernador militar de Las Palmas, había sido asesinado por orden de su superior inmediato, el general de división Francisco Franco Bahamonde, comandante militar de Canarias.

balmes3Aunque al año siguiente salió a la venta una edición ampliada, lo cierto fue que Viñas sólo pudo argumentar su tesis sobre pruebas circunstanciales e indicios, no sobre fuentes escritas u orales directas. Este hecho provocó cierta sorpresa y estupor en el ámbito académico, y una gran polémica en los medios de comunicación que el veterano historiador alimentó mediante reiteradas alusiones al asesinato del general Balmes en su blog.

Recientemente, el aficionado a la Historia Moisés Domínguez Núñez ha publicado una obra titulada En busca del general Balmes: primer muerto de la Guerra Civil con motivo de la preparación del Alzamiento (Librería Hispania Ediciones). Esta obra –cuyo título en sí constituye una auténtica contradicción– ha sido catalogada como definitiva por diversos medios –cuando en Historia un calificativo así carece de sentido–, afirmando que desmonta totalmente la tesis de Viñas; al demostrar con pruebas incontrovertibles que el general murió de un accidente.

Antes de proceder al análisis del libro de Domínguez Núñez, situaremos primero la figura de Balmes. Pues la vida y trayectoria de este general nos puede dar las claves de su muerte.

El general Balmes en su contexto histórico

El primer rasgo distintivo de la vida de Amado Balmes Alonso fue su fecha de nacimiento; ya que lo hizo en Zaragoza el 7 de noviembre de 1877. Aunque por edad era cercano a los “Generales del 98” –formados en las campañas de Cuba y Filipinas–; su entrada tardía en el Ejército –1897–, le situó en la llamada generación de “Generales del 23”, grupo integrado por aquellos militares que alcanzaron el generalato por su participación en las campañas marroquíes y que presentaba tres características distintivas:

 Desde un punto de vista cronológico, cubre un espectro de tiempo muy amplio, existiendo un grupo senior de la misma, cuyos representantes podían ser Joaquín Fanjul Goñi (1880-1936), Luis Orgaz Yoldi (1881-1946), Miguel Ponte y Manso de Zúñiga (1882-1952), Manuel Goded Llopis (1882-1936), Alfredo Kindelan Duany (1879-1962), Francisco Llano  de la Encomienda (1879-1963) y el propio Balmes; y un grupo junior, al que pertenece Emilio Mola Vidal (1887-1937), José Enrique Varela Iglesias (1891-1951) o Francisco Franco (1992-1975). Esta diferencia generacional hay que buscarla en la gran duración de las campañas de Marruecos (1909-1927), lo que proporcionó múltiples posibilidades de ascenso a los militares participantes en ellas.
Desde el punto de vista ideológico, la inmensa mayoría de ellos eran liberales conservadores, pero su monarquismo no era tan intenso como el de los “Generales del 98”. Además, estaban más cercanos a los postulados propios de la cultura militar occidental –autoritarismo, disciplina rígida, defensa a ultranza de la jerarquía, antiliberalismo, recurso a la fuerza y a la violencia para resolver cualquier tipo de problemas incluidos los sociales, desprecio al poder civil y a los partidos políticos, etc. –, gestada en la primera mitad del siglo XIX, más concretamente entre 1814-1815 y 1848. Aunque en su versión más radicalizada; pues tenían una fuerte conciencia de la necesidad de que el Ejército participase en la gobernación del Estado. Estas características eran más acusadas en el caso del grupo junior que en el senior.

Desde el punto de vista histórico, la Guerra Civil coincidiría con el momento de plenitud de sus carreras, por lo que fue el grupo más diezmado por el conflicto, ya que en 1936 ocupaba los principales destinos del Ejército. De hecho, salvo Franco y Varela, en la conflagración bélica cayeron sus miembros más brillantes, como los generales Goded y Mola.
El segundo era su origen social. Balmes nació en un hogar burgués, ya que su padre aparece calificado como “propietario” en su expediente militar. Además, era descendiente del filósofo conservador Jaime Balmes y Urpia (1810-1847). Esta procedencia social y familiar conservadora, podría tomarse como argumento para justificar sus simpatías por la sublevación que estalló el 17 de julio de 1936. Sin embargo, hay que tener en cuenta que unos rasgos distintivos del pensamiento de Jaime Balmes fue el rechazo hacia el intervencionismo militar en política, como recogió en uno de sus artículos más importantes “La preponderancia militar” publicado en El Pensamiento de la Nación, el 18 de marzo de 1846.

El tercer rasgo que tener en cuenta fue su participación en las campañas de Marruecos. Balmes, a diferencia de Franco, Mola, Goded o Varela, se incorporó a las mismas cuando ya era un hombre maduro y formado –comienzan en 1909–; consiguiendo el ascenso por méritos de guerra para el empleo de comandante, coronel y general de brigada de Infantería. Este último en 1927, cuando ya tenía 50 años. Estos ascensos los obtuvo al mando de unidades de Infantería de choque –Regulares y Legión–, siendo por tanto un arquetipo del militar africanista.

Existe en nuestra historiografía académica una tesis según la cual ente grupo presentaba unas características que se consideraban exclusivas de él –autoritarismo, disciplina rígida, defensa a ultranza de la jerarquía, antiliberalismo, recurso a la fuerza y a la violencia para resolver cualquier tipo de problemas incluidos los sociales, desprecio al poder civil y a los partidos políticos, etc. –, cuando en realidad eran las propias de la cultura militar occidental. Además, según esta tesis, fueron estas características las que convirtieron a los africanistas en la punta de lanza de la sublevación de 1936 contra el Gobierno republicano. Sin embargo, este planteamiento no se ajusta a la realidad.

En primer lugar, porque hubo africanistas que permanecieron leales a la República como los generales de división Sebastián Pozas Perea y Miguel Núñez de Prado, o el de brigada de Infantería Llano de la Encomienda.

Y, en segundo lugar, porque esas características no eran exclusivas de los africanistas ni del Ejército español, sino que –como ya hemos indicado– conforman la cultura militar occidental. Fueron precisamente esas características las que explicarían el intervencionismo en política del Ejército francés, británico o alemán, y también la violencia que desencadenaron en sus campañas coloniales, igual o mayor que la de las fuerzas militares españolas en Marruecos. De hecho, el término “Solución final” que la cultura popular atribuyó y atribuye al régimen nazi, pertenecía a la cultura militar alemana, y surgió para dar una respuesta definitiva a cualquier problema militar que existiese –desde una batalla convencional a una rebelión civil–, como señala Elisabeth Hull en su obra Absolute Destruction. Military culture and the practices of war in Imperial Germany (2006). Por tanto, la adscripción al grupo africanista de Balmes tampoco sería un indicio de que fuera un militar golpista.

El cuarto, su actuación durante los años finales de la monarquía alfonsina (1930-1931) como jefe superior de Aeronáutica. Desde esa responsabilidad, se enfrentó a la sublevación republicana de Cuatro Vientos, el 15 de diciembre de 1930, cumpliendo órdenes de la superioridad. Se trató por tanto de una muestra más del carácter disciplinado de este militar.

El quinto, su posición ante la llegada de la II República. Por educación y procedencia social, Balmes probablemente fuera monárquico y conservador, pero era sobre todo un militar profesional y disciplinado. Así se explica que, a pesar de tener ya 54 años y ser un general de brigada moderno y por tanto con pocas posibilidades de ascenso al empleo inmediatamente superior –general de división–, no optara por el pase a la situación de retiro, acogiéndose al decreto promulgado por el nuevo ministro de la Guerra Manuel Azaña. Tampoco participó en la conspiración militar monárquica liderada por el teniente general Emilio Barrera Luyando y los general de brigada Luis Orgaz Yoldi y Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, ni en el golpe de Estado del 10 de agosto de 1932, encabezado por un ilustre africanista, el teniente general José Sanjurjo Sacanell. Esta actitud profesional fue premiada por Azaña manteniéndole en el servicio activo cuando hubiera sido fácil pasarle a la reserva no otorgándole destino durante un periodo de seis meses.

El sexto, su participación en la lucha desencadenada por la sublevación de Asturias de 1934, fase más relevante de la llamada revolución de Octubre. Balmes encabezó una de las columnas –sustituyendo por orden del general Franco al de su mismo empleo Carlos Bosch Bosch–, teniendo una actuación destacada en la derrota de las fuerzas revolucionarias. Su jefe operativo en esta campaña fue el general de división Eduardo López Ochoa, republicano, masón y conspirador contra la dictadura de Primo de Rivera. Y como él, actuó de forma absolutamente profesional, cumpliendo las órdenes de la superioridad, y sin que apareciera implicado en ninguna de las atrocidades cometidas por algunos miembros de la Legión y los Regulares.

El último dato que considerar fueron los destinos que recibió en los últimos años de su vida. Así, tras su participación en la campaña asturiana pasó a convertirse en gobernador militar de Las Palmas en febrero de 1935. En octubre, recibió el mando más cotizado para un general de brigada: el de la Primera Brigada de Infantería acuartelada en Madrid. En ese destino, asistió a la crisis política de diciembre de ese mismo año que supuso la caída del Gobierno radical-cedista, lo que provocó un amago de golpe de Estado donde estuvieron comprometidos los generales de división Goded, Franco y Fanjul, y el de brigada José Enrique Varela, y civiles como el dirigente de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) José María Gil-Robles y los monárquicos José Calvo Sotelo y Juan Antonio Ansaldo. Sin embargo, Balmes con un mando decisivo en Madrid, no formó parte del grupo conspirador, como demuestran los testimonios conservados de los participantes en esa intentona. En enero de 1936, pasaría de nuevo al Gobierno Militar de Las Palmas. La llegada al poder del Frente Popular en febrero no modificó su situación, permaneciendo destinado en las islas Canarias donde le sorprendería la muerte el 16 de julio de ese mismo año.

Un periodista brasileño que le conocía bien, le describió con las siguientes palabras (p. 22):

“El General Balmes era un hombre simple y afectuoso que le caracterizaba la disciplina. No amaba la política. Mucho menos las intrigas y las ambiciones de los partidos. Sería al Ejército, sirviendo a España. Con Rey o sin Rey, era soldado y sabía cumplir sus deberes”

Es decir, era Balmes un profesional puro y disciplinado que en 1936 contaba con 59 años de edad. Los militares de estas características no suelen sublevarse.

En busca del general Balmes

Esta obra tiene la característica –desde su prólogo realizado por el sacerdote y antiguo profesor de Historia de la Iglesia en el CEU-San Pablo Ángel David Martín Rubio– de presentarse como una réplica del citado libro de Viñas. Y también como una muestra más de la historiografía revisionista aparecida en las últimas décadas. Su análisis lo realizaremos siguiendo los aspectos más importantes de la misma.

Introducción

Este planteamiento revisionista de la obra aparece ya en sus primeras páginas. Así, el autor nos proporciona una interpretación revolucionaria del célebre mensaje que Franco mandó a Mola el 12 de julio, y que decía: “Geografía poco extensa”. Hasta ahora, todos los historiadores habían pensado que esa frase cifrada indicaba que el entonces comandante general de Canarias no se unía a la sublevación. Sin embargo, Moisés Domínguez afirma que Franco se estaba refiriendo a que había niebla en el aeropuerto tinerfeño de Gando (p. 18). Por eso, el Dragon Rapide tuvo que partir de Las Palmas. Con esta argumentación –original y simple–, Moisés Domínguez cree haber desmontando uno de los argumentos de Viñas, quien afirmaba que dicho avión siempre tuvo por destino final Las Palmas. No obstante, la tesis del aficionado a la Historia choca con un hecho irrebatible: al recibir ese mensaje, Mola se indignó y ordenó que se avisara al teniente general Sanjurjo para que fuera él quien sublevase al Ejército de África.

Tras ilustrarnos con esta nueva tesis que supone, sin duda, una auténtica revolución en los estudios sobre la conspiración que desencadenó la Guerra Civil, y que abre nuevas vías para la interpretación de estos acontecimientos; el aficionado a la Historia nos hace una disertación sobre la metodología histórica. De la misma, entresacamos el siguiente párrafo (p. 19):


“Con este trabajo no entraré en discusiones estériles y partidistas, nada interesadas en hacer Historia. Solo con buenas fuentes, documentos contrastados y datos rigurosos, se pueden combatir las mentiras y medias verdades que en los últimos tiempos han corrido en torno a la muerte del general Amadeo Balmes”.

Se trata, por tanto, de una declaración de motivos intachable, propia de un historiador riguroso, que sigue con precisión las enseñanzas de los maestros Charles Langlois y Charles Seignobos.

 Balmes, monárquico y antirrepublicano

Tras esta “interesante” introducción, pasa a ocuparse de la figura del general Balmes, centrándose en dos aspectos: Su carácter monárquico y antirrepublicano, y su participación en la sublevación –él la denomina Alzamiento– de 1936.

Para demostrar que Balmes era monárquico y no republicano, escribe el siguiente párrafo, muy ajustado a lo que debe ser la Historia académica: “¿Qué General entró en Cuatro Vientos, ocupándolo y apresando a los sediciosos? El general Balmes. ¡Curiosa forma de ser republicano!” (p. 34). Tal vez, sólo tal vez, el general apresó a los aviadores sublevados porque era jefe superior de Aeronáutica, y por tanto, eran sus subordinados. No obstante, esta afirmación del aficionado a la Historia es tan importante –incluso más– que su interpretación sobre el mensaje “Geografía poco extensa”, ya que nos proporciona un nuevo y revolucionario concepto de la profesión militar: los oficiales no deben tener como máxima la disciplina y la obediencia a las órdenes superiores, sino la ideología. Si las órdenes no se ajustan a su ideología, no deben cumplirse.

Este planteamiento vuelve a aplicarlo cuando nos explica el papel de Balmes en la sublevación de Asturias (p. 39):

 “En octubre de 1934, fue jefe de una de las columnas que sofocaron la Revolución de Asturias, ‘aquel que entró por Campomanes en las cuencas mineras de Asturias, al frente del Batallón de Valladolid, dos Banderas del Tercio y una de Regulares’. ¡Sin comentarios!”

 No hay duda que el dato que apunta es sin duda demoledor. Por eso, y con razón añade “dato al que algunos historiadores, al parecer, no dan mucha importancia”. En este grupo nos incluimos; tal vez porque a diferencia de Moisés Domínguez pensamos que el papel de Balmes en la revolución de Asturias vino determinado por su carácter de militar profesional –por tanto, obediente a las órdenes de la Superioridad– y no porque fuera antirrepublicano. De hecho, el general fue destinado para el mando de una columna por Franco; no se presentó voluntario para hacerlo.

No obstante, y tras darnos esta visión revolucionaria de la profesión militar, que demuestra el carácter monárquico y antirrepublicano de Balmes; el aficionado a la Historia no explica por qué Balmes no participó en la conspiración militar monárquica ni en el golpe de Estado del 10 de agosto de 1932 –acontecimientos que no cita– ni por qué tampoco pidió su baja en el Ejército para no servir a un régimen que odiaba tan profundamente.

Más interesante son sin duda las páginas donde nos ilumina sobre la participación del general en la conspiración contra la II República. Aunque debemos reconocer que comete una serie de deslices que no se ajustan a su declaración de motivos inicial sobre lo que debe ser la Historia como ciencia. Son los siguientes:

a) Utiliza datos erróneos: así, apoyándose en la novedosa obra de Frank Jellinek, The Civil War in Spain –la primera edición fue de 1938–, vincula a Balmes con la Unión Militar Española (UME) (p. 27). De nuevo, vuelve a sorprendernos, ya que esta organización, creada a finales de 1933 por el teniente coronel de Infantería Emilio Rodríguez Tarduchy y el capitán de Estado Mayor Bartolomé Barba Hernández, sólo admitía a jefes –coroneles, tenientes coroneles y comandantes– y a oficiales –capitanes, tenientes y alféreces–; pero no a generales. No obstante, dado su carácter monárquico y antirrepublicano –como Moisés Domínguez ha demostrado con pruebas demoledoras y “¡sin comentarios!”– debió hacer una excepción con el general Balmes, acogiéndole en su seno. Huelga decir que no hay ninguna prueba documental sobre este hecho.

b) Utiliza fuentes secundarias de nulo valor: en este sentido, destacan dos. La primera es la obra del diplomático franquista Juan Antonio Vaca de Osma titulada La larga guerra del general Franco. De la misma entresaca el siguiente párrafo (p. 43):

 “Otra cosa que me contó Sangroniz, es que cuando hablaba con Franco en aquellos días, casi a diario, en vísperas del 17 de julio, tenía ya todo dispuestos para su viaje a Marruecos y que le obsesionaba dejar Canarias en paz, en orden y en buenas manos, para lo que contaba con Orgaz y con Balmes. Esto último, que me fue confirmado por Martínez Fusset [sic] en el balneario de Vichy Catalán, es una prueba más de que la muerte de Balmes fue totalmente accidental”.

Evidentemente, no existe ninguna prueba material de este testimonio de José Antonio Sangroniz, marqués de Desio –un hombre devoto de Franco, que fue clave en el vuelo del Dragon Rapide a África, ya que entregó al general su propio pasaporte diplomático para que no tuviera problemas con las autoridades francesas–, ni tampoco del jurídico militar Lorenzo Martínez Fuset –hombres de confianza del Caudillo–. Pero al aficionado a la Historia le da igual este hecho. Como Vasca de Osma, Sangroniz y Martínez Fuset son franquistas, su testimonio goza del “criterio de autoridad”.

Más interesante es el segundo testimonio que utiliza para recalcar el compromiso del general Balmes con la conspiración. Así no duda en escribir (pp. 45-46):

 “Contundente y fuera de toda duda, acerca de las íntimas relaciones conspirativas habidas entre Franco y Balmes resulta el testimonio que nos deja el cofundador de la Legión Millán Astray:

‘Esta situación agitadísima de los espíritus, le llegó a Franco por conducto de sus agentes de enlace, y entonces envío al General Balmes, Gobernador Militar de Las Palmas, un agente para ponerle en conocimiento de la situación y pedirle informes de la situación local de Las Palmas.

Balmes contestó que los elementos estaban divididos y que si bien había leales de positiva fuerza, había otros elementos, también con fuerza contrarios, o por lo menos indiferentes’.

¡Sin comentarios!”

Esta cita del general de brigada de Infantería José Millán Astray, al que la inmensa mayoría de los militares –salvo Franco– consideraban un histrión, la extrae de un libro publicado en 1939, bajo el título Franco. El Caudillo. Y, como en el caso anterior, ni se molesta en contextualizarla –Millán Astray fue un personaje clave en el ascenso de Franco y el resto de su vida mostró una devoción sin límite hacia su “protector” – ni en someterla a la debida crítica. Simplemente, como se ajusta a lo que pretende demostrar, el aficionado a la Historia la toma literalmente, ya que es un testimonio “contundente y fuera de toda duda” y “¡Sin comentarios!”…

Sin embargo, el autor –tal vez por desconocimiento– no da importancia a una fuente teóricamente secundaria que cita: la obra de José María Iribarren, secretario del general Mola, titulada Con el general Mola. Este libro, escrito en 1937 –en vida de Mola– constituye un documento de excepción para conocer la historia de España, pues su publicación fue supervisada por el propio general –que poco después fallecería en un accidente de aviación–, y en un contexto muy concreto, marcado por el enfrentamiento entre Mola y Franco, como nosotros explicamos en una obra titulada El general Mola y la evolución política de la España nacional (1936-1937). Lo más interesante del libro de Iribarren fue su censura y su retirada de las librerías, ya que parte de su contenido era molesto –nada se decía de la participación de Franco en la preparación de la sublevación–. Pero, si nos centramos en su relación con Balmes, había una frase críptica ya que el autor –es decir, el propio general Mola– afirmaba que fue “Un asesinato en circunstancias misteriosas” (p. 270). Por tanto, El director de la conspiración –al tanto de todo lo que pasó en la misma– reconocía que el gobernador militar de Las Palmas no murió en un accidente.

c) Interpreta libremente los testimonios.

En este aspecto, destaca el siguiente párrafo (p. 46):

 “Además, en el testimonio que efectuó el que fuera sargento de Infantería Juan López Morales, se recoge de forma indubitada la siguiente información relacionada con la preparación del Alzamiento:

‘Tenía recibidas órdenes (del general Balmes) de que al personal designado para ordenanzas montados, se les enseñara a montar bien a caballo al objeto de que cuando fuera preciso llevar alguno cualquier orden urgente y lo efectuaran a caballo, supieran hacerlo y para ello se les daba instrucción tres o cuatro veces en semana a las que algunas de ellas asistió el General’ ”.                

Con todo los respetos por el historiador aficionado, lo único que refleja esta declaración es el interés –propio de un oficial tan profesional como Balmes– de que los soldados estuvieran lo mejor entrenados posibles para cumplir sus misiones. A no ser claro que para Moisés Domínguez –dentro de la nueva interpretación que realiza de la profesión militar–, el entrenamiento militar tenga como único objetivo preparar golpes de Estado. Más interesante, resulta la figura de este sargento, sobre la que volveremos; ya que en su declaración siempre apunta la idea de que Balmes le daba explicaciones de todo lo que hacía. Lo que para cualquiera que haya realizado el servicio militar puede resultar muy extraño…

d) Utiliza informaciones erróneas a sabiendas.

Así, no duda en escribir (p. 58):

 “Por último, en el periódico El Gráfico, de Valladolid, del día 23 de mayo de 1937, se publicaba una fotografía en la que aparecía el malogrado general Balmes, acompañado de varios amigos falangistas, entre ellos, Antonio Martínez García. La crónica la firmaba El Príncipe Azul y en ella relataba que el citado Martínez García era un conspirador y agente de enlace falangista de Balmes en Las Palmas”.

Sin embargo, luego en el pié de página, se dice exactamente lo contrario de lo que se apunta en el texto principal:

 “Antonio Martínez García, autodenominado fascista, elevó una carta al diario Falange en la que aclaraba que: ‘yo no tuve con el llorado e ilustre General Balmes otras relaciones que las que corrientemente se derivan de una buena amistad, la que nació entre nosotros al calor de su afecto, de su simpatía y de su bondad. Ahora bien, de eso a que yo fuese un conspirador a sus órdenes, media un abismo. Y la verdad es que ni conspiré contra nadie, ni fui agente de enlace ni de ninguna otra cosa, ni vigilé a nadie, ni creo haber sido vigilado por individuos del llamado Frente Popular’ ”.

Es decir, en el cuerpo principal expone una información periodística sobre una persona –publicada en plena Guerra Civil– que dice exactamente lo contrario que el testimonio dado por la misma; lo que la invalida completamente. Pero, como el aficionado a la Historia no tiene ninguna fuente que avale la participación de Balmes en la conspiración, la deja caer a ver si cuela… ¡Al fin y al cabo, nadie lee las notas a pié de página!

e) Rechaza las fuentes que no se ajustan a su tesis.

La gran aportación a este asunto de Ángel Viñas –excelente políglota– ha sido, sin duda, haber utilizado numerosos archivos extranjeros para construir sus obras sobre la Guerra Civil. De hecho, toda la argumentación sobre el posible asesinato de Balmes, la edificó sobre el testimonio de los ingleses que viajaron en el Dragon Rapide: el piloto Cecil Bebb, el capitán Hugh Pollard y su hija Diana. Los tres apuntaron que Balmes fue asesinado, tratándose por tanto de unos testimonios interesantes; ya que si bien no fueron testigos de la muerte de Balmes, si estaban presentes en el lugar en que tuvo lugar –Las Palmas– y en el momento en que se produjo, pudiendo así recoger las primeras impresiones y comentarios sobre el mismo. Pero, el aficionado a la Historia decide obviarlos, afirmando que no dan “datos de quién o quienes están detrás de la muerte del general Balmes” (p. 32). Es decir, para Moisés Domínguez, el testimonio de tres testigos presenciales –pero indirectos–, no debe ser tenido en cuenta porque aunque afirmen que Balmes fue asesinado, no dan datos del autor. Por el contrario, si Millán Astray –que no estaba en Las Palmas– escribe que Balmes conspiraba con Franco, se trata entonces de un testimonio “contundente y fuera de toda duda”. No creemos que este planteamiento se ajuste a la declaración de motivos sobre el uso de las fuentes históricas que el autor hizo en la introducción de su obra.

f) No somete a crítica los testimonios de los subordinados de Balmes.

A pesar de todas las carencias que hemos apuntado hasta ahora, es indudable que la obra de Moisés Domínguez tiene un mérito: haber encontrado el expediente sobre el general depositado en el Archivo Dirección General de Personal del Ministerio de Defensa. El mismo contiene las declaraciones de un conjunto de jefes, oficiales y suboficiales que sirvieron a las órdenes de Balmes. De ellas, cinco –las de los comandantes de Infantería Domingo Padrón Guarello, Eduardo Cañizares Navarro; el de Ingenieros José María Pinto de la Rosa; el de Estado Mayor Fernando García González y el teniente de Infantería Juan Godó– afirmaron que Balmes estaba comprometido en la conspiración militar (p. 43-52). Sin embargo, más allá de esas afirmaciones, lo verdaderamente importante, lo que provoca auténticas sospechas, son dos hechos. El primero es la referencia a un archivo secreto de carácter político de Balmes que aparece en las declaraciones que hicieron un jefe y un oficial de la guarnición de Las Palmas –ambos sublevados–. Así el comandante Padrón Guarello escribió (p. 47):

 “Hablaba casi a diario del movimiento con el General, le facilitaba nombres de significados marxistas en Las Palmas, confeccionando un fichero donde anotaba nombres, antecedentes y movimientos de dichas personas. Ese fichero desapareció de su despacho después de su fallecimiento”.

Por su parte, en la declaración del teniente Godó se podía leer (p. 44):

 “Mas tarde se dijo que el desdichado General poseía un completísimo fichero en el que indicaba a la perfección el pie de que cojeábamos no sólo los de la tertulia sino muchos a ella ajenos. Ficheros que alguien, por lo visto se apresuró a destruir, en cuanto cayo en sus manos, a la muerte del General”

Estas declaraciones son de suma importancia, aunque el aficionado a la Historia no lo perciba. Ya que dos subordinados de Balmes hablaron de una actitud del general –recoger datos políticos de civiles y militares– que chocaba radicalmente con su mentalidad de oficial apartidista y apolítico. Pero, más interesante era el hecho de que ese archivo –prueba capital de la sublevación en Canarias… ¡de haber existido, claro! – fuera sacado del despacho de Balmes y destruido. ¿Por quién? ¿Quién se atrevería a entrar en el despacho del general una vez muerto si toda la guarnición estaba comprometida con la sublevación? No, ese archivo nunca existió, pero sirvió de coartada para justificar la vinculación de Balmes con la sublevación.

El otro aspecto trascendental es la obsesión de Balmes por las pistolas; causa única de su muerte para el aficionado a la Historia.

 La muerte de Balmes

El general Balmes murió a las 12:30 horas del 16 de julio de 1936 como consecuencia de un disparo en el estómago producido a quemarropa aproximadamente dos horas antes en La Isleta, donde había ido con su chofer a probar cuatro pistolas modelo Astra 400. Para contextualizar esta muerte, el autor nos explica la trascendental historia de esas pistolas, una de las cuales fue la responsable del supuesto accidente mortal. Así, escribe (p. 61):

 “El 15 de julio de 1936, Balmes envía la minuta de un oficio dirigido al Parque de Artillería, en relación a la información anterior, interesándose si las pistolas estaban arregladas pues no le parecía prudente demorar más el asunto, capital para el Alzamiento”.
       
Es decir, para Moisés Domínguez, el éxito de la sublevación dependía de cuatro pistolas modelo Astra 400. De ahí que un soldado veterano como Balmes metiera prisa a sus subordinados para que las tuvieran en perfectas condiciones. Esta hipótesis absurda totalmente la recoge de los testigos indirectos de la muerte del general. Especialmente del ya citado sargento López Morales, quien no dudó en declarar que el general le dijo (p. 64-65):


“Quiero Sargento, que al personal de la Sección de aquí, tengan pistolas de verdad y no cacharros inútiles imitando a los juguetes y que al llegar el momento de hacer uso de ellas, puedan responder y hacer frente a cualquier eventualidad que se pueda presentar, para ello quiero yo personalmente probarlas, y, una vez convencido de que funcionan bien, dárselas al personal más destacado para que hagan ejercicios de tiro al blanco en la Isleta, asignándole las mismas a los mejores tiradores y al resto los mosquetones”.

En este testimonio se comprueba, por tanto, que el general era un oficial excepcional y único. No sólo daba explicaciones de sus planes a un sargento –caso único en toda la historia de los ejércitos–, sino que además era tal su preocupación por la tropa, que probaba personalmente las armas antes de entregárselas.
No obstante, Balmes además de ser un oficial muy “democrático” –lo que chocaba con ese carácter reaccionario que el aficionado a la Historia nos ha mostrado de él–, era también una persona muy imprudente –con todos los respetos–, como afirmó su ayudante, el comandante Fiol Pérez (p. 66):

 “Aquella mañana [16 de julio] había ido el General al Parque a recoger las cuatro pistolas que eran el armamento de la Sección de destinos y aunque descargadas una de ellas, al montarla, se la apoyó en el vientre; y al hacerle notar el comandante que eso no debía hacerlo, le contestó que siempre lo había hecho y nunca le había sucedido nada”.

Pero, además de imprudente, era un “solitario” al que siempre se le encasquillaban las armas, como declaró el comandante Cañizares Navarro (p. 61):

 “El General fue varios días por la mañana y generalmente solo, sin siquiera Ayudante, al Campo de Tiro de San Fernando, y fue poniendo a punto las pistolas y hubo una que se le encasquillaba y hubo de llevarla al Parque de Artillería para que la hicieran un arreglo”.

 Cualquier historiador académico, incluso cualquier persona que leyese estas fuentes objetivamente, se daría cuenta inmediatamente de que los declarantes estaban preparando el camino para justificar lo que ocurrió en la mañana del 16 de julio: el general Balmes –un oficial comprometido con la sublevación y poseedor de un archivo político secreto– se presentó sólo a probar unas pistolas en La Isleta, y al encasquillarse una de ellas, la apoyó imprudentemente en su estómago, disparándose por un descuido y ocasionándole una herida mortal. Al fin y al cabo, era lo que hacía siempre, ¿no?

Sin embargo, para Moisés Domínguez estas fuentes dicen la verdad: la muerte del general fue consecuencia de un accidente. Y para corroborar esta tesis, utiliza el testimonio del supuesto único testigo del hecho: el chofer del general, soldado de Ingenieros Manuel Escudero Díaz. Construir un acontecimiento histórico a partir de una sola fuente no contrastada siempre se ha considerado erróneo desde la metodología histórica, ya que la verificación de las fuentes es un paso imprescindible y previo antes de poder utilizarlas. Sin embargo, Moisés Domínguez, un hombre de mentalidad revolucionaria obvia este hecho, y considera que puede utilizar este testimonio apoyándose en la siguiente crítica que hace del mismo (p. 63):

 “Hemos indagado, por si existiese algún procedimiento judicial militar en el Archivo General e Histórico de Defensa (Madrid) y este organismo nos manifiesta que una vez consultado sus bases de datos, no han encontrado información relativa a este militar. Esto significa que no sufrió represalias por parte del régimen franquista y que su testimonio tiene un alto índice de verosimilitud”.

¡Una argumentación genial! La validez de los testimonios viene determinada por la ideología de los declarantes. Si son de franquistas como Vaca de Osma, Sangroniz, Martínez Fuset o el chofer Escudero Díaz, hay que aceptarlos literalmente, ya que un franquista no miente. Menos mal que en la introducción, el aficionado a la Historia dijo aquello de “Con este trabajo no entraré en discusiones estériles y partidistas, nada interesada en hacer Historia. Solo con buenas fuentes, documentos contrastados y datos rigurosos…”. ¿Y que dice esta declaración “contrastada”? Veámoslo (p. 69):

 “El General empezó a tirar, y a medida que acababa de tirar con cada pistola mandaba al deponente a ver los impactos que había hecho. Que en la tercera pistola el último cartucho se encasquilló en la pistola y entonces empezó a manipular con dicha pistola para desencasquillarla cuando de repente en un falso movimiento teniendo la pistola apoyada hacia el cuerpo se le disparó”.

Es decir, el chofer declaró en la misma línea de los jefes y oficiales de la guarnición de Las Palmas –todos sublevados el 17 de julio de 1936 por cierto–: que un hombre tan imprudente como el general tenía que acabar muy mal. Vamos, que tenía que morir como consecuencia de un accidente provocado por él…

No obstante, en una actitud un tanto extraña, el aficionado a la Historia, tras aceptar el planteamiento de Escudero Díaz, nos sorprende proponiéndonos otras dos hipótesis para explicar la muerte de Balmes, a cual más increíble (pp. 71-72):

 Cogió el cañón del arma con la mano izquierda, y con la mano derecha, no hay que olvidar que el General aun tenía el guante puesto, hizo retroceder la corredera apoyando el cañón sobre el vientre para dejar corriente el arma, como había hecho, temerariamente, según distintas versiones no contrastadas en otras ocasiones, con tan mala suerte, que al forcejear con el arma movió el gatillo, inopinadamente el arma se le disparó, cayendo al suelo herido gravemente.
Al acercarse por detrás el chofer, para darle la tercera pistola –en este supuesto la pistola no está encasquillada– que empuña con la mano derecha, el General coge el cañón del arma con su izquierda, el chofer, sigue de pie aún y sin acabar de entregarla por completo, el General hace retroceder la corredera, no hay que olvidar que el arma está recién engrasada, con tan mala suerte, que inopinadamente se le dispara, cayendo al suelo herido gravemente.

Dejando a parte el hecho de que Moisés Domínguez no es Cervantes y que desconoce la utilidad del “punto y seguido”, estas dos hipótesis son absurdas. Y en el caso de la segunda, desmonta totalmente su argumentación, ya que supondría la participación, al menos pasiva, de un tercero en los hechos. Esta es una muestra más del rigor del autor. Primero, acepta una declaración con argumentos subjetivos; para, a continuación, plantear una hipótesis que la invalida totalmente.

Sin embargo, hay un dato interesante en que el aficionado a la Historia no se detiene: la meritoria carrera militar de este chofer. Nacido en Francia, de una familia emigrante, terminó de teniente del Ejército del Aire y haciendo cursos de perfeccionamiento profesional en Estados Unidos (pp. 62-63). Fue por tanto un ejemplo destacado de las posibilidades de ascenso social que ofrecía el franquismo en los años cuarenta y cincuenta.

Hay tres datos más sobre la muerte de Balmes que resultan de interés y que, aunque cita, el aficionado a la Historia no analiza:

Según el informe del perito médico Juan José Pelegrín Calero –solicitado por el autor–, dada la gravedad de la herida del general “perdió la consciencia a los quince o veinte minutos debido a la disminución del flujo sanguíneo al cerebro” (p. 87). Si tenemos en cuenta que el accidente se produjo en La Isleta, y que el general era un hombre corpulento, el chofer debió tardar varios minutos en arrastrarle hasta el coche y meterle dentro del mismo. A estos minutos, se unirían los empleados en el trayecto hasta el Cuartel de Infantería, donde recogió al sargento José López López, y desde allí, hasta la Casa de Socorro donde inicialmente le trasladaron. Por tanto, fue muy posible que el general ingresara ya en esta última inconsciente, lo que le imposibilitaría por razones obvias articular ninguna palabra. Eso significa que todas las declaraciones de los jefes militares que le acompañaron en la Casa de Socorro y después en el Hospital Militar –donde falleció–, y donde se afirmaba que el general pronunció frases como “¡Qué fatalidad! ¡Me ahogo! Pero no digan nada a mi mujer, por Dios…!”, “¡Qué fatalidad! ¡Me ahogo! ¡Maldita pistola! ¡Ay, mi hija! ¡Qué no se entere Julia!” o “¡Estas malditas pistolas! ¡Qué fatalidad!” (pp. 77-79), estarían faltando a la verdad.
Según la declaración de Escudero Díaz, las pistolas quedaron sobre el campo de tiro, salvo una que estaba en el estribo del coche, y que voló cuando este salio disparado llevando al general herido. Sin embargo, estas pistolas no pudieron ser recogidas por el juez instructor del caso, ya que según Moisés Domínguez: “Un oficial de Infantería (desconocemos el nombre) las recogió y se las llevó al próximo cuartel de Infantería. Desde luego, este oficial no actuó de la forma debida” (p. 95). Efectivamente, cuando el juez instructor civil del caso –juzgado de 1ª instancia de Triana– Juan Mendoza pidió las pistolas, le entregaron cuatro, incluida la que produjo el disparo fatal. El problema fue que nadie con anterioridad sabía cuál era el número de las supuestas armas con las que Balmes había disparado…
A pesar de que Balmes –según Moisés Domínguez– era un oficial monárquico y antirrepublicano, su muerte causó sorpresa, perplejidad y levantó sospechas en Madrid, llevando al ministro de la Guerra Santiago Casares Quiroga y al subsecretario de dicho Ministerio, general de división Manuel de la Cruz Boullosa, a afear la conducta de Franco por no haberles informado antes del accidente (p. 102).

La autopsia de Balmes 

Moisés Domínguez afirma que la autopsia de Balmes constituye una prueba irrebatible (p. 83). Pero, ¿de qué? Tras leerla detenidamente, se llega a la conclusión de que estuvo muy bien hecha por su carácter detallado. Pero, el único dato de la misma que podría ayudar a esclarecer la muerte del general fue que los forenses escribieron:

 “Parece probable un disparo ocurrido al mismo sujeto, dada la pequeña distancia de quemarropa a que fue efectuado. Es a la conclusión que han podido llegar los informantes como resultado de esta autopsia” (p. 86).

Por tanto, los autores de la autopsia reconocieron que el general pudo morir de un disparo efectuado por él mismo; corroborando por tanto la tesis del accidente. ¡Una prueba irrebatible!, por tanto. Sin embargo, al aficionado a la Historia se le olvida analizar un hecho de enorme importancia. Es el siguiente:

 “Don Domingo Doreste Rodríguez, secretario del Distrito de Triana.

 Certifico: que en el sumario instruido por muerte del Excmo. Señor don Amado Balmes Alonso, consta lo siguiente:

[informe de la autopsia]

Es conforme con su original a que me refiero; y para que conste, cumpliendo lo mandado, expido la presente en Las Palmas, á veinticinco de abril de mil novecientos treinta y siete.

El juez instructor: José Mendoza. Secretario Domingo Doreste”.

 Entonces, resulta que la prueba irrebatible es una copia del original. Según la metodología histórica, cuando se dispone de copias de un original, pero no se tiene este; debe procederse a realizar una operación denominada “crítica de restitución”. En este caso, al tener sólo una fuente, la única acción posible es reconstruir el documento por deducción. No obstante, dado el carácter reciente del documento, debería buscarse el original de la autopsia que se encontraría en el expediente de la causa civil 177/1936, instruida por el juez Mendoza. Sin embargo, esta prueba documental se ha perdido, lo que resulta algo extraño. No para el aficionado a la Historia que no da ninguna importancia a este hecho. Sin embargo, sí lanza un SOS para intentar encontrarlo. Así escribe: “Estaría bien que desde los sectores cercanos a la Memoria Histórica, en vez de tantas elucubraciones, intentaran averiguar el paradero de este expediente” (p. 93). ¡Muy bien! No obstante, este llamamiento choca con su carácter de historiador riguroso. Debería haber sido él –como supuesto especialista en el tema– quien lo debería haber buscado. Y así no tendría que utilizar una copia que no puede ser prueba irrebatible de nada.

La pensión de la viuda de Balmes

Se trata sin duda de uno de los aspectos más delicados de la obra; ya que pone en tela de juicio la tesis del aficionado a la Historia. La viuda pidió la pensión que le correspondía como esposa de un general en 1937. Sin embargo, se la denegaron, afirmando que “es evidente que medió imprudencia en la víctima al colocar sobre su vientre una pistola encasquillada” (p. 112). ¡No nos extraña que llegaran a esa conclusión si leyeron las declaraciones de los subordinados del general! Sin embargo, surge una duda inmediatamente: ¿No estaba Balmes probando las pistolas que se iban a emplear en la futura sublevación? ¿No estaba en absoluta conexión con Franco? Si fue así, habría muerto en acto de servicio. Pero, la Secretaria General de Guerra no debía estar en conocimiento de estos arcanos, ya que denegó la pensión.

La pobre viuda tuvo que conformarse con una pensión ordinaria de viudedad. Es decir, la que correspondía a toda mujer casada que había perdido a su marido, y que era muchísimo menor que la de la esposa de un general. No fue hasta 1942 cuando recibió esta pensión, con el cobro de los retrasos desde 1936. Este hecho permite escribir a Moisés Domínguez: “Menos mal que Franco no fue generoso con dicha señora…, o al menos eso dicen algunos estudiosos” (p. 119). Si el entonces jefe del Estado hubiera sido tan espléndido con la viuda de Balmes, y si el general hubiera sido tan amigo suyo y estado tan comprometido en la sublevación como dice el aficionado a la Historia, su viuda habría recibido la pensión que le correspondía desde 1937.

 Los “profesionales de las armas”

Tras ilustrarnos con su teoría del accidente de Balmes, utilizando para ello “pruebas irrebatibles”, el aficionado a la Historia se retira y da paso a los especialistas en armas. Son cinco testimonios los que recoge, y debe reconocerse que resultan cuando menos contradictorios. Así, los tres primeros –un sargento de la Guardia Civil, un coronel del Ejército y José María Hernansáez, “una caja de sorpresas” (p. 130) – aceptan la teoría del accidente (pp. 127-131). El problema es cuando entran en liza los dos últimos, que son los más importantes. El primero es Javier Torijano, uno de los mayores expertos mundiales en pistolas Astra 400 –la que causó la muerte del general–, quien escribe (p. 131):

 “Dada la seguridad del arma y el hecho de tener el martillo oculto, el accidente que pretende describir es materialmente imposible, en mi opinión (…) Es posible, pues si los muelles eran como se entiende demasiado fuertes, que al expulsar la vaina disparada ésta quedase bloqueada en la ventana de expulsión, pero imposibilitaría absolutamente la alimentación del arma y, por supuesto, un disparo accidental”.

 ¡Menudo problema! Un experto mundial en la pistola “asesina” afirma contundentemente que Balmes no pudo morir tal como afirma la versión oficial. Tal vez por eso, Moisés Domínguez intenta desarrollar otras dos hipótesis como ya hemos visto; pues la que articula toda su obra es negada taxativamente por un experto en el tema.

Si contundente es el testimonio de Torijano, no lo es menos el de Asensio Carrión, perito, quien declara: “Cabe también la posibilidad de que hubiese otra persona más a la izquierda del general, y que fuese esta la que le disparase a quemarropa, mientras el General está ocupado en su prueba” (p. 133). Esta declaración si cabe es más demoledora para Moisés Domínguez. Pues, abre la posibilidad de que hubiese una tercera persona que participase de forma activa en la muerte de Balmes: Su asesino.

Por tanto, si Moisés Domínguez pretendía con este capítulo demostrar que Balmes había muerto de un accidente, lo único que logra es crear la sensación contraria.


El testimonio de la hija de Balmes

Debemos reconocer que este era el capítulo de la obra del aficionado a la Historia que más nos atraía. Pues Viñas siempre había afirmado que contaba con el apoyo de la única hija del general y, dada su trayectoria, nos sorprendía que Moisés Domínguez, en su dedicatoria dijese: “a doña Julia Balmes Alonso, hija del General y a sus nietas, Pilar y Julia Arquer Balmes, extraordinarias personas, por su colaboración, amabilidad y sencillez” (p. 24). Resultaba extraño, pues, que la misma persona apoyase dos tesis contrapuestas. Y cual fue nuestra sorpresa cuando a llegar a la página 143, donde supuestamente estaba este testimonio de la hija nonagenaria de Balmes, nos encontramos con una carta escrita por la misma a la revista Interviu y reproducida por la revista Fuerza Nueva, el 12 de agosto de… 1978. Aquí si que podemos utilizar la frase que tanto le gusta a Moisés Domínguez: ¡Sin comentarios!

Conclusión

En el prólogo de sus maravillosas Flores del Mal, el “maldito” Charles Baudelaire escribió: “Léeme para aprender a amarme”. Debemos reconocer que tras leer su obra, no hemos desarrollado ese sentimiento hacía Moisés Domínguez. Su libro no sólo es insostenible desde el punto de vista de la metodología histórica, sino que en algunos puntos roza el esperpento –su interpretación del mensaje “Geografía poco extensa” –, y en otros el fraude al lector –como el supuesto testimonio de la hija de Balmes–.

No obstante, llaman la atención de En busca del general Balmes dos aspectos. El primero, la publicidad que se le ha hecho desde determinados medios de comunicación, presentándolo como la obra definitiva que desmonta la tesis de Viñas. Con dicha tesis se puede estar en desacuerdo; pues no está contrastada con fuentes primarias directas. Como también se puede discrepar intelectualmente con su autor, cuya visión de la II República es diferente a la nuestra. Pero es una obra académica, construida a partir de la crítica de las fuentes que disponía en ese momento. De la de Moisés Domínguez, “historiador especialista en la Guerra Civil en Extremadura y graduado social”, no se puede decir lo mismo. El segundo aspecto, y tal vez más importante, es que Moisés Domínguez consigue con este trabajo lo contrario que pretendía: aumentar las sospechas sobre la muerte del general Balmes.

¡Ah! Se nos olvidaba. No entendemos por qué el autor confunde al comandante de Infantería Eduardo Cañizares Navarro, al que a veces le nombra con su verdadero empleo –comandante– (p. 61) y otras le hace coronel (p. 137). Pues se trata de un militar importante: africanista, comandante militar de La Isleta cuando murió Balmes y hombre clave en la sublevación de Las Palmas. Durante la Guerra Civil alcanzaría el grado de coronel y mandaría la 21 División. Es cierto que después sufriría un cierto ostracismo, para reaparecer en los años sesenta en puestos políticos de cierto relieve: gobernador civil de Soria (1960-1963) y Granada (1963-1966).

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